He elegido una imagen de una fotógrafa neoyorkina que tuvo una vida corta y con final dramático y que generó una obra que ha sido muy valorada por la crítica. Una obra en la que hay que destacar los retratos de esos personajes peculiares, y a veces grotescos, por los que Arbus sintió una especial fascinación. Aunque ella empezó a trabajar con su marido Allan realizando encargos para el mundo de la moda, pronto abandonó ese campo para desarrollar un trabajo más personal que es el que ha trascendido. Si bien en su obra se reconocen las influencias de Berenice Abbott, Walker Evans, Weegee y Robert Frank, fue Lisette Model la fotógrafa que le marcó de forma más decisiva, tanto en aspectos formales como de contenido. Y es que, aunque con motivaciones distintas, ambas fotógrafas compartieron un claro interés por la condición humana y sus manifestaciones más diversas.
Si en todo gran fotógrafo o fotógrafa puede reconocerse una relación entre vida y obra, en el caso de Arbus esta relación me parece ineludible. Una infancia en un entorno acomodado pero con carencias afectivas a la que sucedió una dolorosa ruptura matrimonial pudieron generar una personalidad marcada por lo que la psicología denomina un apego inseguro. Un modelo de apego en el que la propia inseguridad se mezcla con la desconfianza hacia los demás y que dificulta el establecimiento de relaciones afectivas. Algo que con cierto atrevimiento me atrevo a decir que influyó decisivamente en su fotografía. Cuando una obra es honesta y está marcada por el mundo interior de quien es capaz de volcar en ella todos sus demonios estará sentando las bases de la excelencia. Y ese fue el caso de esta enorme fotógrafa.
La foto nos muestra a un niño de pie en los jardines de Central Park con una postura tensa y casi espástica y con un gesto facial anormal. Sus brazos se encuentran caídos a ambos lados del cuerpo, y mientras que en la mano derecha sostiene una granada de juguete, la izquierda se contrae como una garra semiabierta. El tirante izquierdo de su pantalón corto cuelga de su hombro contribuyendo a generar un cierto desequilibrio. Un desequilibrio que también se crea por la inclinación de la cabeza hacia su izquierda pero que se compensa por la inclinación hacia el lado opuesto de los dos árboles situados a su espalda. Su camisa tiene un estampado en manchas oscuras que remeda las manchas de luces y sombras que adornan el suelo, y crean un ritmo que añade cierto dinamismo a la imagen. Es como si el estatismo de la postura del chico estuviese a punto de romperse con un movimiento brusco e inesperado. Como si esa granada estuviese a punto de estallar. El ligero picado de la cámara contribuye a deformar la figura del niño y a situarlo en una posición de inferioridad en un encuadre que no favorece la empatía del espectador hacia el personaje. En el fondo de observan algunas figuras, una de ellas semioculta tras la cabeza del niño. Como algo anecdótico, hay que mencionar que se trata del hijo de Sidney Wood, un tenista que ganó el campeonato de Wimbledon en los años 30. Y que la fotografía original se vendió en el año 2005 por algo más de 400.000 dólares.
Esa actitud tensa y espática podría llevarnos a pensar que estamos ante uno de esos personajes freaks que tanto obsesionaron a Arbus. Sin embargo, basta con echar un vistazo a la hoja de contactos para caer en la cuenta de que se trata de un niño completamente normal, que aparece divertido y juguetón en otras fotos, pero que en esta parece estar desesperado ante la insistencia de la fotógrafa que no para de hacerle fotos. Y es que, como apunta Francois Soulages, Diane Arbus tenía un gran dominio de la técnica compositiva que le permitía construir sus imágenes huyendo de la toma directa e inmediata, eligiendo el arte y el artificio en detrimento de la naturalidad. La intencionalidad que la guiaba era la de expresar la tragedia del mundo borrando las fronteras entre la normalidad y la anormalidad. Así, si bien consiguió dignificar a muchos sujetos marginales también ridiculizó a quienes podían pasar por ser personas normales o ejemplares. Sus fotos casi nunca son espontáneas, ella hace posar a sus personajes restándoles naturalidad y, en ocasiones, haciéndolos aparecer grotescos. Como escribió Susan Sontag, los modelos que fotografió Arbus son todos de la misma familia, habitantes de la misma aldea, la aldea de idiotas de los Estados Unidos. Hay por lo tanto en su mirada una visión descarnada y distante del ser humano. No se acerca empáticamente a sus personajes, no hay compasión en su mirada, porque a ella le cuesta sentir compasión por los demás. Tampoco trata de sensibilizarnos mediante la denuncia social, ya que ese no era su objetivo principal.
Tanto era el interés que mostraba en su proyecto que en alguna ocasión pudo llegar a rebasar ciertos límites éticos manipulando a sus personajes para sacar de ellos la mueca o la pose menos favorecedora para así incorporarlos a su colección de freaks. No es extraño que la escritora feminista Germaine Greer, en una sesión fotográfica, se percatase de esa manipulación hasta el punto de llegar a comentar “si hubiese sido un hombre le habría pateado las pelotas”. No cabe duda de que Diane Arbus fue una gran fotógrafa que no dejó a nadie indiferente.
Alfredo Oliva Delgado