lunes, 27 de enero de 2020

LA HONESTA MIRADA DE SERGIO LARRAIN



Todos tenemos una forma de mirar que nos sitúa y define ante los demás. Aunque no siempre ocurre así, a veces somos fieles a ese mirar, respetamos nuestra identidad y mostramos nuestro estilo con honestidad. Pocos fotógrafos han sido tan leales a sí mismos como lo fue Sergio Larrain, quien poseía unas de las miradas más talentosas y originales que se pueden encontrar en el mundo de la fotografía.
Resulta difícil entender el misterio del acto fotográfico, los extraños mecanismos que nos llevan a encuadrar en el visor de la cámara ese pedazo de la realidad que fluye a nuestro alrededor y que representa el aspecto más determinante y decisivo de la calidad de toda obra fotográfica ¿Por qué ese trozo, y no otro, nos hace vibrar? Es probable que todas nuestras experiencias vitales se fundan en un crisol para generar moldes visuales que se asientan en nuestro corazón (que es como los poetas denominan a nuestro cerebro). También hay que contar con algunos rasgos de nuestra personalidad que influyen en nuestra forma de mirar para moldear nuestras preferencias, inclinándonos a elegir temas, distancias focales o formatos.O quizá sea sólo un milagro el que explique por qué cada foto de este genial fotógrafo chileno nos parece única.



La mirada de Larrain siempre tuvo un sello personal, y desde sus primeros trabajos con los niños del Mapocho nos mostró su versatilidad y su habilidad para realizar encuadres cargados de significado y originalidad. Una originalidad que se manifiesta en los puntos de vista, en los cortes de figuras, o en las superposiciones, con los que creó imágenes potentes, equilibradas y dinámicas al mismo tiempo. Unos encuadres tan diferentes (eran los años 50), y en los que la geometría es tratada con tanta maestría que incluso nos puede engañar llevándonos a pensar que no le interesa la composición de sus fotos. Sin embargo, nunca perdió Larrain el interés por experimentar con sus composiciones. El título de su primer libro, “El rectángulo en la mano”, es un claro ejemplo de la importancia que concedió a la geometría compositiva. Un interés probablemente heredado de su mentor Cartier-Bresson, a quien superó en ese aspecto .




En ocasiones, Larrain acerca su cámara al nivel de los ojos del niño que retrata, otras veces lo hace desde arriba o desde el mismo nivel del suelo, pero siempre es una aproximación empática que dota de dignidad a esos menores marginados que habitaban las cercanías del río Mapocho o los arrabales de Valparaíso. También es capaz de encuadrar detalles que sugieren más que muestran su pobreza. Más adelante su mirada se fue tornando más objetiva, manteniéndose al margen de la escena o tratando de pasar desapercibido en la cercanía y sin establecer diálogo con sus personajes. Pensemos en esa fotografía tomada en Palermo a través de un balcón que se entreabre sobre una plaza en la que la figura de un posible mafioso convive con los juegos infantiles. O en esas capturas algo voyeuristas desde el interior de restaurantes londinenses. Ahí, se distancia de sus personajes con una mirada crítica: no hay empatía ninguna hacia esos sujetos vestidos de negro que asemejan cuervos urbanos y carroñeros. O esas instantáneas tomadas en Perú que denotan un claro interés antropológico. Y es que Larrain fue ante todo un fotógrafo tremendamente humanista que trató de mostrarnos en sus fotos la vida de las sociedades que visitó. Y lo hizo, en eso no puede haber ninguna duda, de manera totalmente magistral.


Alfredo Oliva Delgado


miércoles, 22 de enero de 2020

LEYENDO UNA FOTO DE DIANE ARBUS (Niño con una granada de mano de juguete en Central Park, 1962)


He elegido una imagen de una fotógrafa neoyorkina que tuvo una vida corta y con final dramático y que generó una obra que ha sido muy valorada por la crítica. Una obra en la que hay que destacar los retratos de esos personajes peculiares, y a veces grotescos, por los que Arbus sintió una especial fascinación. Aunque ella empezó a trabajar con su marido Allan realizando encargos para el mundo de la moda, pronto abandonó ese campo para desarrollar un trabajo más personal que es el que ha trascendido. Si bien en su obra se reconocen las influencias de Berenice Abbott, Walker Evans, Weegee y Robert Frank, fue Lisette Model la fotógrafa que le marcó de forma más decisiva, tanto en aspectos formales como de contenido. Y es que, aunque con motivaciones distintas, ambas fotógrafas compartieron un claro interés por la condición humana y sus manifestaciones más diversas.

Si en todo gran fotógrafo o fotógrafa puede reconocerse una relación entre vida y obra, en el caso de Arbus esta relación me parece ineludible. Una infancia en un entorno acomodado pero con carencias afectivas a la que sucedió una dolorosa ruptura matrimonial pudieron generar una personalidad marcada por lo que la psicología denomina un apego inseguro. Un modelo de apego en el que la propia inseguridad se mezcla con la desconfianza hacia los demás y que dificulta el establecimiento de relaciones afectivas. Algo que con cierto atrevimiento me atrevo a decir que influyó decisivamente en su fotografía. Cuando una obra es honesta y está marcada por el mundo interior de quien es capaz de volcar en ella todos sus demonios estará sentando las bases de la excelencia. Y ese fue el caso de esta enorme fotógrafa.

La foto nos muestra a un niño de pie en los jardines de Central Park con una postura tensa y casi espástica y con un gesto facial anormal. Sus brazos se encuentran caídos a ambos lados del cuerpo, y mientras que en la mano derecha sostiene una granada de juguete, la izquierda se contrae como una garra semiabierta. El tirante izquierdo de su pantalón corto cuelga de su hombro contribuyendo a generar un cierto desequilibrio. Un desequilibrio que también se crea por la inclinación de la cabeza hacia su izquierda pero que se compensa por la inclinación hacia el lado opuesto de los dos árboles situados a su espalda. Su camisa tiene un estampado en manchas oscuras que remeda las manchas de luces y sombras que adornan el suelo, y crean un ritmo que añade cierto dinamismo a la imagen. Es como si el estatismo de la postura del chico estuviese a punto de romperse con un movimiento brusco e inesperado. Como si esa granada estuviese a punto de estallar. El ligero picado de la cámara contribuye a deformar la figura del niño y a situarlo en una posición de inferioridad en un encuadre que no favorece la empatía del espectador hacia el personaje. En el fondo de observan algunas figuras, una de ellas semioculta tras la cabeza del niño. Como algo anecdótico, hay que mencionar que se trata del hijo de Sidney Wood, un tenista que ganó el campeonato de Wimbledon en los años 30. Y que la fotografía original se vendió en el año 2005 por algo más de 400.000 dólares.

Esa actitud tensa y espática podría llevarnos a pensar que estamos ante uno de esos personajes freaks que tanto obsesionaron a Arbus. Sin embargo, basta con echar un vistazo a la hoja de contactos para caer en la cuenta de que se trata de un niño completamente normal, que aparece divertido y juguetón en otras fotos, pero que en esta parece estar desesperado ante la insistencia de la fotógrafa que no para de hacerle fotos. Y es que, como apunta Francois Soulages, Diane Arbus tenía un gran dominio de la técnica compositiva que le permitía construir sus imágenes huyendo de la toma directa e inmediata, eligiendo el arte y el artificio en detrimento de la naturalidad. La intencionalidad que la guiaba era la de expresar la tragedia del mundo borrando las fronteras entre la normalidad y la anormalidad. Así, si bien consiguió dignificar a muchos sujetos marginales también ridiculizó a quienes podían pasar por ser personas normales o ejemplares. Sus fotos casi nunca son espontáneas, ella hace posar a sus personajes restándoles naturalidad y, en ocasiones, haciéndolos aparecer grotescos. Como escribió Susan Sontag, los modelos que fotografió Arbus son todos de la misma familia, habitantes de la misma aldea, la aldea de idiotas de los Estados Unidos. Hay por lo tanto en su mirada una visión descarnada y distante del ser humano. No se acerca empáticamente a sus personajes, no hay compasión en su mirada, porque a ella le cuesta sentir compasión por los demás. Tampoco trata de sensibilizarnos mediante la denuncia social, ya que ese no era su objetivo principal.

Tanto era el interés que mostraba en su proyecto que en alguna ocasión pudo llegar a rebasar ciertos límites éticos manipulando a sus personajes para sacar de ellos la mueca o la pose menos favorecedora para así incorporarlos a su colección de freaks. No es extraño que la escritora feminista Germaine Greer, en una sesión fotográfica, se percatase de esa manipulación hasta el punto de llegar a comentar “si hubiese sido un hombre le habría pateado las pelotas”. No cabe duda de que Diane Arbus fue una gran fotógrafa que no dejó a nadie indiferente.


Alfredo Oliva Delgado

sábado, 18 de enero de 2020

LA PUPILA HERIDA



Texto: Alfredo Oliva Delgado.
Foto: Juan Manuel Castro Prieto

El modo de consumo masivo de imágenes propiciado por la revolución digital ha dejado a pocos indiferentes, y ha suscitado las más diversas reflexiones. Para algunos ese cambio ha supuesto la colectivización o democratización de la autoría y la entrada en una era postfotográfica que borra las nociones de originalidad y de propiedad. Ya no es autor quien tomó la foto sino quien se apropió de ella. Esto supone un giro que rompe el equilibrio que siempre existió en la fotografía entre los elementos racionales y los intuitivos para inclinarse a favor de los primeros: el intelecto sorpasa a la emoción que queda arrinconada en el desván de lo nostálgico. Si antes el fotógrafo se dejaba llevar por la intuición para capturar fragmentos de la realidad ahora el autor puede enhebrar con su discurso intelectual las imágenes que otros tomaron o crearon.

Esa inflación de imágenes que nos inundan también afecta al espectador, que no dedica al visionado de cada fotografía más que el tiempo que dura un parpadeo: una imagen borra a la anterior que, a su vez, es borrada por la siguiente. Esa visión fugaz puede hacer que nos detengamos en algunas por su impacto visual y les otorguemos un generoso “me gusta”, aunque solo sea mental. Un “like” que nos remite al studium barthesiano, que, aunque relacionado con la cultura y el gusto, es racional, analizable y universal: la composición, los colores, el contraste o la información más legible contenida en la imagen atraen nuestra atención. Pero son escenas que ni nos estremecen ni nos hieren, y que pronto olvidaremos. Más difícil resulta determinar qué es lo que hace que una imagen nos conmueva, ya que la sacudida emocional del punctum es más sutil en lo que la causa. No parece que sea el impacto visual inmediato provocado por una composición ingeniosa o equilibrada lo que nos punza. En palabras de Byung-Chul Han “el punctum se sustrae a la percepción inmediata. Va madurando lentamente en el espacio de la imaginación que se despliega al cerrar los ojos. No se manifiesta enseguida, sino solo posteriormente, al recordar” O como apuntó Barthes solo aparece después, cuando estando la foto lejos de mi vista, pienso en ella de nuevo.

En este punto resulta interesante aludir al estudio experimental llevado a cabo por John Suler, profesor de psicología en la Rider University, para conocer cuáles eran las características de las imágenes que quedan grabadas en nuestra memoria. Tras presentar a un grupo de estudiantes fotografías de temática muy variada, Suler llegó a la conclusión de que las reglas de la composición tenían mucho que ver con las fotografías señaladas como impactantes durante la presentación, pero muy poco con el hecho de ser retenidas en la memoria. Eran otros elementos mucho más intangibles, vinculados con el contenido de la foto, los que resultaron más determinantes para dotarlas de un significado especial con resonancia emocional que las mantenía vivas en la memoria. Imágenes que generaban más preguntas que respuestas y que tal vez por eso continuaban en el recuerdo.

Pero el consumo voraz de imágenes digitales nos impide mirar con detenimiento para apreciar esos detalles que luego podríamos revivir, y así nos quedamos en una superficie bonita y pulida que nos deslumbra. Detrás de una foto vienen otras muchas que no nos dan un respiro: el consumo y la apreciación lenta son incompatibles. Por ello no es extraño que haya una vuelta a métodos fotográficos tradicionales que alargan los procesos y nos permiten saborear primero con una mirada pausada y contemplativa, para recrear después toda la carga emotiva que nos dejó esa herida en la pupila. Tal vez no se trate tanto de escapar de la furia de las imágenes con una huida hacia adelante que no sitúe en la postfotografía. Quizá haya otra manera de recuperar la emoción de lo visual dando un paso atrás para quitarnos las anteojeras que nos impiden profundizar en lo que muchas imágenes nos revelan.

miércoles, 8 de enero de 2020

LEYENDO UNA FOTO DE GUEORGUI PINKHASSOV (1991)



Pinkhassov es un fotógrafo veterano de origen ruso perteneciente a la agencia Magnum que estudió cine en el Instituto de Cinematografía de Moscú y que trabajó con Andrei Tarkovsky en Stalker. Y algo debió de aprender con el maestro porque es un gran fotógrafo. Su obra se reparte entre el reportaje y la fotografía de calle, por lo que es muy apreciado por quienes practican este tipo de fotografía. Pocos fotógrafos se sirven como Pinkhassov de luces, sombras, colores y texturas, y muchas de sus fotografías juegan con tantos de estos recursos que generan una cierta perplejidad y confusión en el espectador, aunque no están exentas de una atractiva belleza. Sus fotografías nos muestran situaciones cotidianas a medio camino entre lo mundano y lo surrealista.

Es una fotografía que forma parte de un reportaje que Pinkhassov realizó sobre el intento de golpe de estado contra Gorbachov llevado a cabo por la línea dura del PCUS y de la KGB en agosto de 1991. La foto está tomada desde el interior de un autobús en el que vemos en primer plano a tres personas sentadas, un hombre joven, una mujer de mediana edad y una señora mayor. Este primer plano está iluminado con una luz cálida procedente del flash usado que vemos reflejado en la ventana, haciendo brillar las gotas de agua de lluvia en el cristal, y que contrasta con luz exterior más fría del atardecer. Sin ese golpe de flash los personajes se nos habrían mostrado demasiado oscuros a causa del contraluz. A través de las ventanas del autobús se observa una escena singular, ya que vemos a una serie de siluetas de personas recortadas sobre el cielo del atardecer que estan de pie sobre el techo de un tranvía inmovilizado en los disturbios protagonizados por la ciudadanía que se opuso al golpe. Ese contraste de temperatura de color que nos ofrece la película Kodachrome resulta muy agradable y potencia el contraste entre la posición cómoda de quienes viajan en el interior del autobús y quienes se sitúan sobre el tranvía.

Las actitudes de estos tres pasajeros son diferentes y podrían ser un reflejo del posicionamiento ante el golpe de ciudadanos de distintas edades. Así, mientras que el joven mira con curiosidad e interés la escena exterior, la mujer de mediana edad mira hacia adelante en una actitud de cautela y la anciana lee con interés la prensa, ajena a todo lo que ocurre fuera. Sobre la cabeza de esta última vemos una rosa blanca colocada en una posición que nos sugiere una pequeña lámpara que ilumina su lectura. Una rosa que bien pudiera hacer referencia a la resistencia ciudadana ante el intento de golpe de estado y a la esperanza en un futuro de paz y libertad, sobre todo por el simbolismo del color blanco. Se trata de una foto extraña y compleja pero que muestra una buena organización compositiva y que resulta muy atractiva visualmente.

Lo más interesante a nivel compositivo es la división del encuadre en dos espacios o franjas, abajo el interior del autobús con esa tonalidad calidad que provoca acercamiento y que incluye a esas personas que viajan cómodamente, y arriba esos ciudadanos que parecen asumir más riesgos. Resulta interesante que sean tres las figuras incluidas en el primer plano, porque el número tres funciona muy bien compositivamente, y porque representan tres etapas evolutivas diferentes: juventud, madurez y senectud. Podría decirse que ese autobús funciona como una metáfora del ciclo de la vida que culmina en la última parada. En conclusión, una buena fotografía de un fotógrafo que mostró una importante inquietud creativa, como se refleja en este comentario suyo: "Incluso el estilo puede convertirte en un esclavo si no huyes de él, ya que uno está condenado a repetirse. Lo único que cuenta es la curiosidad. Para mí ahí reside la creatividad, que se expresará no tanto en el miedo a hacer lo mismo una vez más como en el deseo de no ir a donde ya has estado antes”