sábado, 16 de junio de 2018

LA FOTOGRAFÍA COMO REVELACIÓN




Tiene la fotografía, sobre todo la analógica, el privilegio de meter una cuña de tiempo entre dos momentos claves de todo acto fotográfico, el de la toma y el del revelado. Un intervalo que provoca que la persona que fotografía se enfrente en diferido a la imagen que tomó, algo que le diferencia de quienes dibujan o pintan. Esa tregua temporal permite que las sensaciones y emociones que nos llevaron a atrapar ese momento con nuestra cámara duerman durante algún tiempo, no sólo en la tarjeta o la película sino también en nuestra memoria. Y es que, como apuntó Serge Tisseron, cuando fotografiamos algo que nos atrae lo hacemos guiados por el deseo de conservar en la imagen los componentes emocionales de una experiencia que no fuimos capaces de asimilar por completo en su momento. Probamos ese manjar visual y decidimos conservarlo para saborearlo más detenidamente en un futuro cercano. Hubo algo, muchas veces intuido aunque desconocido, que nos llevó a encuadrar un fragmento de la realidad. Un acto intuitivo que lleva implícita la esperanza de que el revelado de la imagen irá acompañado de otra revelación de mayor calado: la de los elementos sensoriales y emotivos que nos golpearon las tripas pero esquivaron nuestra conciencia. Tomamos la foto de forma algo irreflexiva pero intuyendo algo oculto en esa escena que nos ofreció una mezcla de colores, texturas, tonalidades, e incluso sonidos y olores, porque la toma siempre es una experiencia sinestésica que desborda la visión implicando a otros sentidos. Cuando transcurrido un tiempo esa imagen es revelada y aparece ante nuestros ojos con frecuencia ocurre el milagro: unas veces la imagen nos habla entre susurros y otras nos revela su secreto a voces. Esa es la verdadera revelación, la de una experiencia que entonces solo intuimos y que ahora aparece íntegra ante nuestra mirada.
Texto y foto: Alfredo Oliva Delgado

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