lunes, 28 de septiembre de 2020

SAUL LEITER, EL FOTÓGRAFO QUE NOS HIZO AMAR LOS PARAGUAS



Un joven que estudiaba para rabino en Cleveland decidió marchar a Nueva York para hacerse pintor. Pero si primero cambió la Torá por los pinceles, más tarde a estos los reemplazó con la cámara fotográfica. Y parece que fue una sabia decisión, si tenemos en cuenta que estamos ante uno de los más grandes fotógrafos de la historia. Un fotógrafo que supo trabajar el color como casi nadie lo había hecho hasta ese momento.

Algunos grandes fotógrafos nos crean inquietudes e interrogantes con sus crudas imágenes callejeras, como Klein o Winogrand. Otros nos dejan una herida en la pupila y nos sacuden el alma con la fuerza de un mal sueño, como Moriyama, D’Agata o Ackerman. Pero otros nos la acarician con la calidez de un abrazo materno. Es el caso de Leiter, que supo pintar con colores cálidos las más gélidas escenas invernales. Un artista que desde el principio dejó muy claro que tenía una mirada diferente. Así, sus primeras imágenes en B&N son un ejemplo claro de creatividad compositiva, aunque fue en el color donde Leiter supo forzar los límites de la experimentación. Una experimentación no exenta de influencias pictorialistas y derivadas de su afición por la pintura postimpresionista y por el arte japonés.


Corrían los años 50 y el color aún era mirado con recelo, mientras las imágenes monocromas subían a los altares de museos y galerías. Si la conexión del blanco y negro con nuestras emociones es una relación indirecta y nostálgica porque alude a esas imágenes de un mundo que se fue, el color nos emociona de una forma más primaria y directa porque ha desempeñado un papel fundamental en la adaptación de nuestra especie al contexto, advirtiéndonos del peligro pero también señalando a qué debemos acercarnos. Tal vez por eso, sean tan escasos los fotógrafos o fotógrafas que logran convertir el color en el leitmotiv de su obra: no resulta nada fácil que los colores incluidos en el encuadre no se anulen o agredan entre sí.



La mirada de este genial fotógrafo estadounidense resulta inconfundible. Y es que no solo cambió el blanco y negro por el color, también reemplazó el angular por un teleobjetivo corto, y los encuadres abiertos por el gusto por el detalle. Detalles como una mano entrevista por la ventana de un auto, un paraguas, un pie solitario o un rostro que emerge entre un batiburrillo de reflejos y colores. Esas focales algo largas e inusuales en la foto de calle le permitieron aplastar los planos creando abstracciones de enorme plasticidad, aunque también le permitieron generar estampas minimalistas en las que resaltaban algunas pinceladas de colores cálidos, con frecuencia el rojo. Un minimalismo a veces acentuado por un uso magistral del espacio negativo creado con esos grandes bloques negros o de color en los que aparentemente no sucede nada pero que contribuyen a resaltar lo que ocurre fuera de ellos. También supo generar interés en el espectador situando algunos elementos casi fuera del encuadre, como ese paraguas que se escapa del marco y nos lleva a hacernos preguntas y a querer introducirnos en la imagen para seguir su estela. Tampoco rehuía Leiter los puntos de vista inusuales, sirvan como ejemplo esos picados de escenas cotidianas tomadas desde la altura que le proporcionaba el tren elevado de N.Y.C. Pero si en algo se mostró todo un maestro fue en el uso de las texturas, como en esas imágenes capturadas a través de cristales empañados, o de copos de nieve suspendidos mansamente en el aire.

Y es que dejó dicho Saul Leiter que una ventana cubierta de gotas de lluvia le interesaba más que la foto de un personaje famoso. Igualmente podría haber hablado de su preferencia por los paraguas. Y es que aunque el mundo de la moda y la publicidad le dio de comer, nunca colmó las inquietudes de este genial fotógrafo tan atento a experimentar con puzles cromáticos y a tratar de captar la belleza efímera del mundo.

Alfredo Oliva Delgado


lunes, 14 de septiembre de 2020

BRASSAÏ, EL FOTÓGRAFO QUE SOÑÓ LA NOCHE




Alfredo Oliva Delgado.

Eran los años 30 y un artista polifacético de origen húngaro sorbía a grandes sorbos la vida bohemia de Montparnasse. Cuando cambió los pinceles por la cámara necesitó muy poco para demostrarnos que era un gran fotógrafo capaz de rivalizar con Cartier-Bresson.
Brassaï se movió con mucha soltura en ese territorio casi surrealista en el que las imágenes dotan a la realidad de nuevos significados. Así, un billete de autobús roto y ajado, un juego de agujas de coser, unas cerillas o unas formas femeninas descontextualizadas nos llevan a imaginar espacios irreales. También fue capaz de dignificar con su mirada esas cicatrices que los grafitis dejaban en los muros de París. Imágenes de detalles tomadas tan de cerca que podríamos pensar que al aliento del fotógrafo les insufló un hálito de vida.







Pero si esas fotografías podrían sugerirnos que nos encontramos ante un fotógrafo frío, interesado por lo inmaterial e indiferente a la vida de la calle, otros trabajos suyos nos dejan bien claro que estaríamos ante un error. Y es que fue con sus fotografías de la vida cotidiana como demostró que era un fotógrafo excepcional que tuvo la osadía de poner a los parisinos ante una visión diferente de su ciudad. Resulta paradójico que fuese un inmigrante venido de Transilvania quien les devolviese esa imagen tan hermosa. Tal vez porque fue capaz de tener una mirada mestiza en la que la extrañeza del foráneo se hibridó con la familiaridad del residente no circunstancial. Y es que solo alguien muy familiarizado con la hedonista vida nocturna de Paris podría mimetizarse tanto con el ambiente como para capturar con su Voigtländer unas imágenes tan cargadas de autenticidad. Imágenes en las que personajes habituales de la noche como prostitutas, chulos y maleantes aparecen ante nuestros ojos cargados de espontaneidad y ternura.
Son dos los elementos que hacen de Brassaï un gran maestro. Por un lado, su enorme talento para la composición, probablemente debido a su sólida formación artística. Un talento compositivo que se nos muestra de forma clara en muchas de sus fotografías nocturnas, como la de ese automóvil que corta en dos la noche neblinosa con su haz de luces, o en ese arroyo urbano que serpentea entre los adoquines y el bordillo o, también, en sus paisajes nocturnos del Sena difuminado por la niebla. Una fotografías tomadas con trípode y con exposiciones prolongadas que le permitían encuadres cuidados y reflexivos. Imágenes que nos muestran unas escenas que aunque podrían transmitirnos toda la frialdad de las noches invernales nos resultan cálidas y acogedoras debido al uso magistral de las texturas creadas por la niebla.Y es que las texturas suaves suelen ser una caricia para la mirada que sentimos en la piel.
Por otro lado, estamos ante un fotógrafo humanista dotado de una empatía y sensibilidad social que le permitió esas escenas interiores en las que tenemos la impresión de que Brassaï estaba oculto tras un espejo. Dos competencias que Brassai consideraba necesarias en todo creador visual como queda patente en esta reflexión suya: “Todo arista visual debe tener dos dones: cierta sensibilidad hacia la vida y el arte de apresar esa vida de cierta manera. No se trata de puro esteticismo, pero una foto confusa no puede penetrar en la memoria. Siempre he considerado la estructura formal de una fotografía, su composición, tan importante como el tema”





martes, 8 de septiembre de 2020

RAZÓN Y EMOCIÓN EN LA VALORACIÓN ESTÉTICA.



Viniendo como vengo del campo de la investigación académica, la valoración estética siempre me ha parecido un asunto altamente subjetivo. Si bien tomar una decisión estética entre dos obras de muy diferente calidad resulta relativamente fácil, a partir de cierto nivel cualitativo la cosa empieza a complicarse tremendamente y la sensación de subjetividad comienza a hacer acto de presencia.
Situados ante la tesitura de tener que tomar una decisión valorativa, como sería el caso del miembro de un jurado fotográfico, podemos encontrarnos con dos posibles acercamientos: el racional y el intuitivo. En el primer caso se trataría de objetivar al máximo la decisión a partir de argumentos o criterios concretos: composición, contenido, originalidad, creatividad, etc. Así, la crítica de la obra trataría de dejar a un lado aspectos puramente emocionales o personales apartándose del “porque a mí me gusta” y entrando en un análisis de cierta profundidad que desgranase todos los argumentos posibles.
En el caso del análisis intuitivo el proceso valorativo sería diferente y el foco se pondría en lo que nuestro cuerpo nos está transmitiendo ante la contemplación de una imagen, en lo que estamos sintiendo. No partiríamos de un análisis racional sino de lo puramente emocional.

Simplificando mucho podría decirse que estamos ante dos procesos diferentes de toma de decisiones: la racional versus la corazonada intuitiva. En muchas situaciones cotidianas en que tenemos que tomar una decisión nos movemos entre analizar en profundidad todos los pros y contras o bien en decidir lo que nos dicta el corazón. Y aunque de forma demasiado ligera podríamos infravalorar el poder de la intuición, los estudios recientes acerca de la toma de decisiones nos indican que estaríamos ante un error. Por ejemplo, los experimentos llevados a cabo por el psicólogo Dijksterhuis evidencian que es la complejidad de la decisión la que determina cuándo es conveniente deliberar racionalmente y cuándo dejarse llevar por la intuición. Así, parece que cuando hay muchas variables en juego la corazonada intuitiva es más efectiva que la decisión racional. Por ejemplo, cuando se trata de decidir entre obras de arte o en la elección de pareja. Es decir, cuando para tomar una decisión sólo hay que tener en cuenta un número reducido de criterios es preferible tomarse un tiempo para pensar. Sin embargo, ante una decisión compleja conviene escuchar a nuestro cuerpo y optar por la corazonada sin darle demasiadas vueltas al asunto. Hay que tener en cuenta que la reacción de nuestro cuerpo estará influida por nuestra formación y nuestra experiencia vital, lo que explicaría las diferencias individuales en nuestras preferencias.

La justificación de esta aparente paradoja tiene que ver con la mayor amplitud del inconsciente frente a la conciencia para captar señales y elementos de nuestro entorno y generar alteraciones emocionales (aumento de transpiración, mayor frecuencia cardiaca, erizado del vello, etc) sin que seamos muy conscientes de qué elementos nos han provocado esas reacciones viscerales. Elementos que escapan de nuestra conciencia y que percibimos de forma subliminal. Por ello, como ha descrito el neurocientífico Mariano Sigman en “La vida secreta de la mente”, cuando hay más variables en juego que las que la conciencia puede manipular, las decisiones inconscientes e intuitivas resultan más efectivas. El inconsciente es más ancho que la estrecha conciencia.
Todo lo anterior no quiere decir que no debamos exigir al crítico o al miembro del jurado una argumentación de su decisión y que nos conformemos con un “me gusta”. Pero ese sería un proceso posterior que seguiría a la corazonada primera.

Foto: Elliott Erwitt.